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24 ene 2015

La sanidad del herido

La sanidad del herido 
por Charles F. Stanley 


Jesús vino a nuestro mundo para transformarlo, pero regresará para perfeccionar el trabajo que había comenzado. 

Es difícil saber lo que realmente está pasando en la vida de las personas. Por ejemplo, en la iglesia la mayoría de las personas sonríen, saludan a sus amigos, y tienden a dar una buena impresión. Pero ¿qué tal si pudiéramos ver la verdad de sus vidas manifestada en sus cuerpos físicos? Descubriríamos que muchas están debilitadas por el dolor. Sabríamos al instante si les está sucediendo algo, y haríamos lo que pudiéramos para ayudarlas. Así es probablemente cómo Jesús percibía a las personas cuando trataba de ayudarlas. 

Aunque en algunas de ellas las dolencias físicas eran más evidentes, también discernía la oscuridad espiritual y las heridas emocionales que las habían dejado devastadas. Y aunque Cristo siempre intervenía para sanarlas físicamente, su propósito principal era salvarlas del pecado y darles vida en abundancia (Jn 10.10). Me pregunto cuántos creyentes hoy podrían decir con sinceridad que disfrutan de ese gran regalo. Sí, han sido salvos del pecado e irán al cielo, pero su vida parece más un seco desierto que un arroyo desbordante.
La fragmentación es el resultado del pecado. 

La fractura comenzó cuando el pecado entró en el mundo a través de Adán y Eva. El pecado creó una separación inmediata entre la humanidad y Dios, produjo discordia entre las personas, y el resultado fue la enfermedad y la muerte. Es por eso que sufrimos el daño emocional de una infancia dolorosa, de relaciones rotas y de circunstancias devastadoras. Sin embargo, a veces no sufrimos debido a nuestro pasado, sino a nuestras malas decisiones. Mientras no nos apartemos del pecado, experimentaremos conflictos internos y división. 

Cualquiera que sea la causa de nuestra fragmentación, ésta afecta negativamente todos los aspectos de nuestra vida —salud, desempeño en el trabajo, relaciones, manera de pensar, actitudes y emociones. Lo más lamentable es que nunca tendremos la vida abundante que Cristo prometió si nos conformamos con algo inferior a lo que nos ofrece. ¡Cómo debe entristecer al Señor la fractura que causa el pecado! Su deseo es sanar lo que hay roto en nosotros, unir las partes, y sellarlas con su amor y su gracia.
Jesús vino para restaurarnos. 

Al pensar en lo que significa tener una vida plena, tenemos primero que entender que el Señor nos creó como seres tricótomos o constituidos por “tres partes” —espíritu, alma y cuerpo. El espíritu nos permite relacionarnos con Dios. El alma es nuestro ser más interno, que consiste de la mente, la voluntad y las emociones. Y el cuerpo es la parte física. Cuando Jesús ministraba a las personas, se ocupaba de los tres aspectos. 

El Espíritu. En su encuentro con Nicodemo, el Señor Jesús le dijo que la única manera de entrar en el reino de los cielos era nacer del Espíritu (Jn 3.5, 6).  Siendo que todos nacemos espiritualmente muertos en nuestros delitos y pecados, la única manera de tener vida es recibir el perdón de Cristo (Ef 2.1-5). Hasta que esa necesidad sea satisfecha, nunca estaremos restaurados. Pero, una vez que nacemos del Espíritu, Él viene a vivir dentro de nosotros para siempre. A medida que nos rendimos a su dirección y permitimos que Él nos llene, el Espíritu Santo producirá fruto en nuestro carácter (Ga 5.22, 23). 

El alma. Jesús se enfocaba también en las cuestiones internas del alma. En Juan 4, los fracasos matrimoniales de la mujer samaritana, y la relación extramarital que tenía en ese momento, revelaban su profundo dolor emocional. Cristo le ofreció agua viva, lo único que podía satisfacer verdaderamente y ser fuente para vida eterna (vv. 10, 14). 

Creer en Él dio como resultado no solo su perdón, sino también su transformación. Después de su encuentro con Jesús, su testimonio hizo que muchos otros de esa ciudad creyeran en Él (v. 39). Cristo desea lo mismo para sus seguidores hoy; quiere transformarnos en personas que pueden crecer espiritualmente y tener sanidad interior. ¿Se siente usted solo, aislado o fuera de lugar? ¿Siente como si nadie le amara o se interesara realmente por usted? ¿Está luchando con sentimientos de inferioridad? Si respondió afirmativamente a alguna de estas preguntas, sepa que no tiene que ser esclavo de esos sentimientos. Jesús quiere sanar su alma para que pueda tener una vida gozosa, cumpliendo con el plan que tiene para su vida. 

Piense simplemente en lo que ya ha hecho por usted. En primer lugar, le ha convertido en miembro de la familia de Dios, y una parte de su cuerpo, la iglesia. No importa cómo haya sido su vida, usted pertenece al Señor para siempre, y Él se deleita en usted. Además, envió a su Espíritu para vivir en su interior como su consolador y ayudador. Él camina a su lado en todo momento, dándole la capacidad y la confianza para llevar a cabo lo que Él requiera de usted. 

El cuerpo. Desde que Adán y Eva desobedecieron, la humanidad ha sufrido de fragilidad, enfermedad y muerte. Nadie puede evitarlo. Tal vez la pregunta que nos acosa con frecuencia, es por qué los enfermos no son sanados. Después de todo, dondequiera que Cristo fue, se ocupaba de las necesidades físicas. Los evangelios están llenos de historias de ciegos que recuperaron la vista, de paralíticos que caminaron, y de enfermos que fueron sanados. La verdad es que no siempre sabemos cuál es la causa de la enfermedad, o por qué el Señor no sana todos los padecimientos. 

Aunque Jesús restauró efectivamente la salud a muchas personas, Él no sanó a todos en Israel. Su propósito era dar a la gente un anticipo de su reino futuro, cuando Él vendrá a gobernar en la Tierra como Rey de reyes. La buena salud permanente no está prometida en esta vida. Solo después de que recibamos nuestros cuerpos glorificados seremos sanados por completo —espiritual, emocional y físicamente.
Cristo llevará a cabo su obra. 

Jesús comenzó nuestra restauración a la vida de plenitud en su primera venida y, cuando venga de nuevo, completará la buena obra que comenzó. En el momento de la salvación, Él da vida a nuestro espíritu. Luego trabaja para restaurar nuestras almas a través del proceso de santificación, mediante el cual nos transforma progresivamente a su imagen. La etapa final será la glorificación, cuando recibiremos cuerpos nuevos que nunca envejecerán, padecerán enfermedades, o morirán (Fil 3.20, 21). 

No obstante, hasta que llegue ese día, seguiremos sufriendo de alguna manera. Pero tenemos esperanza, porque su propósito es que nuestro ser “sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts 5.23). Y a medida que obra en nuestra vida, descubrimos el gozo desbordante que significa ser hijos del Rey.

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Me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos - Jud 1:3 (RVR).

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