
El bien era sinónimo del mundo espiritual e invisible, en cambio el mal –criatura de Dios, representado por Satanás- era quien había creado el mundo material y visible. Negadores de la Encarnación de Dios, los albigenses creían en la condición angélica de Jesucristo y por ende, era un ser creado, cuya misión consistió en salvar los espíritus puros encerrados o encarcelados en los cuerpos materiales. Al considerar la materia un producto del mal, el cuerpo de Cristo no era real sino aparente, como aparente habría sido su vida y pasión. Practicantes de un riguroso ascetismo, prohibieron el matrimonio entre sus fieles por considerar un pecado grave la reproducción del genero humano al constituir éste una inadmisible colaboración con el señor del mundo, el mal. También rechazaron la existencia del infierno bajo el argumento de que todos los espíritus, al final de los tiempos, gozarían irremediablemente de la vida eterna.
Por ello, creían en la necesidad de la purificación de los espíritus lo que se llevaría a cabo a través de sucesivas reencarnaciones. Fomentaron la pobreza como estilo de vida y también, la caridad y las buenas costumbres. De neto corte anti-jerárquico y anti-sacramental, la doctrina albigenese censuró la riqueza del clero y negaron los principales misterios cristianos. Conservaron cuatro sacramentos, a los que no consideraban de institución divina sino de invención humana. Así, tenían la Eucaristía o cena del Señor; la confesión pública de los pecados; el bautismo para el que no se usaba el agua sino se imponían las manos, por lo que solían denominarlo, ‘bautismo espiritual’; y por último, el orden sacerdotal. Estaba constituido este por Obispos, quienes tenían a su cargo la imposición de manos, la partición del pan, etc; los coadjutores del obispo, quienes actuaban como confesores; y el diaconado. Tuvieron un particular rito de iniciación en la que debían participar los conversos.
Sus fieles eran divididos en puros y creyentes, según el grado de compromiso que asumieran. Así, los primeros lo constituían aquellos fieles que se obligaban a la observancia de todas las reglas de la secta; en cambio, los creyentes, tenían por misión fundamental servir a los ‘puros’, no viéndose compelidos a la estricta observancia de las normas, por lo que se les permitía el acceso carnal siempre y cuando lo hicieran en el marco del concubinato atento que éste no tenía por fin la procreación. Tuvieron diversos ritos, caracterizándose uno de tipo regenerativo denominado ‘Consolamentum’ (para la purificación del alma) que para el caso de los creyentes sólo era recibido en su lecho de muerte. En general, el culto de los cátaros o albigenses consistió en una comida ritual (o fracción del pan), el ‘Melioramentum’ (o confesión general y ayuno) y el beso de paz entre los participantes, con lo que el rito concluía. Entre los principales hombres de la Iglesia que se opusieron a esta herejía merecen ser destacados Santo Domingo de Guzmán, San Bernardo y el papa Inocencio III (1198-1216).
El golpe decisivo contra los albigenses ocurrió en el campo de batalla, y el mismo fue dado Simón de Monfort quien, al encabezar una cruzada contra ellos, los derrotó en 1213 en la famosa batalla de Muret (España). Finalmente, durante el pontificado de Alejandro III (1159-1181)) se llevó a cabo el III Concilio Ecuménico de Letrán (1179), en el que se condenó solemnemente la herejía albigense. El final de sus días ocurrió como lo fue su aparición, esto es, súbitamente
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