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12 sept 2015

LA MUJER QUE CAMBIÓ LA HISTORIA

En una sociedad que adora a las personas que copan las portadas de los medios de comunicación, Dios tiene sus primeras páginas reservadas para otro tipo de héroes.

Ana no tenía ningún significado como persona. De acuerdo a la cultura y a la religión de su tiempo, debería pasar el resto de su exis­tencia sola, o como mucho, disfrutando de la conmiseración de los que tenía a su lado. Para muchos era considerada inútil como persona.

Así de injusta es la vida. Esas eran las reglas del juego. Aunque lo peor no eran las burlas, la soledad o el desprecio. Lo peor eran las palabras hirientes de quienes estaban junto a ella. Dios mismo había cerrado su matriz (1 Samuel 1:6) y eso parecía haber concedido el derecho a algu­nos de humillarla o abandonarla.



Ana vivía “llena” de vacíos. Comprendía lo que significaba dejar pasar las horas en la lenta agonía de la soledad y la tristeza. Jamás pudo escuchar un solo llanto. No hubo una noche en la que algún niño la necesitase. Algún niño suyo.

Nunca obtuvo el secreto placer de disfrutar de los gritos y la alegría de una sonora pelea infantil. Su vida sólo estaba llena de silencio y rutina mortal.

Dios había cerrado su matriz, y algunos po­dían llegar a pensar que también había cerrado su alma.

Ana había escuchado desde niña que Dios amaba a las mujeres que tenían hijos. El Sumo Sacerdote había dicho muchas veces que una mujer que no daba a luz, no servía para casi nada...

Algunos incluso le decían cosas peores: “¿Cuál es tu pecado?” “Si Dios no te da hijos, ¡por algo será!” “Tu marido ya tiene hijos de otra mujer, ¿Por qué no desapareces de una vez?”

Tenía todo el día para meditar y examinar su conciencia. Sin nada más en qué ocuparse, cada instante de su existencia era un campo fértil a la amargura y el odio: hacia Dios, hacia su marido, hacia los demás, hacia sí misma.



Conocía muchas historias, algunas mujeres en su situación lo habían abandonado todo y se habían ido al desierto a llorar sus penas. Otras incluso se habían quitado la vida.

Pero Ana no lo hizo. No tenía necesidad. Ningún desierto podía ser más árido que su futuro. Además, su marido (a pesar de que la quería) había sucumbido a la tentación de bus­car una rival que pudiese darle hijos. ¡Y su rival también la despreciaba! Día tras día las lágrimas eran sus únicas compañeras.

Las lágrimas y el hambre, porque la tristeza le había robado todos los pequeños placeres. Y día tras día, su rival se acercaba a ella para herir su alma. Lo hacía llevando siempre con ella sus hijos e hijas, frutos de su amor con Elcana, su marido (1 Samuel 1:5-7).

Podía haber renunciado a todo, haberse desesperado. Tenía todo el derecho a caer en la tristeza, el desánimo y el desaliento. Nada tenía sentido en su vida.

¡Peor Ana respondía adorando a Dios! Ora­ba, y derramaba su alma delante de Él a pesar de que tenía toda la razón del mundo para lle­nar su alma de amargura. ¡Había encontrado su significado como persona, sentada en la presen­cia de Dios, cara a cara con El, conociéndole y amándole; intentando comprender las razones de su manera de actuar, buscando en el fondo del corazón de Dios la razón de su propia vida¡

¡Cara a cara con el mismo Dios que le ha­bía cerrado la matriz! (I Samuel. 1: 10-13) Cada día se levantaba temprano para adorar a Dios (v. 19). Cada día era nuevo para ella porque su corazón ardía delante de Dios. Aunque pasaran las semanas, los meses, los años... sin que apa­rentemente nada ocurriera.

La historia del mayor avivamiento en la historia de Israel no comenzó con la familia del Sumo Sacerdote. Tampoco lo hicieron las del reino, los profetas e incluso más tarde, la histo­ria del Evangelio mismo. La majestad del reino de Israel en los años siguientes estuvo lejos de descansar en la vida de alguno de los dirigentes religiosos; mucho menos con la consagración de algún líder político o social. La historia comen­zó con una mujer de una familia muy humilde.

¡UNA MUJER!



La oración de esta mujer cambió al pueblo de Dios (v. 10), porque Ana, en su sencillez había aprendido el secreto de la relación con el Todo­poderoso: “He derramado mi alma delante del Señor” (v. 15).

Ana disfrutaba en la presencia de Dios, ¡Aunque Dios había cerrado su matriz! Y eso sí que no lo podía comprender nadie, ni siquiera el mismo Sumo Sacerdote (Elí), que la acusó de estar borracha, porque no podía entender que una mujer humilde y sin ningún sentido en la vida, disfrutaba adorando a Dios, a pesar de que su vida estaba llena de tristeza.

Dios respondió a Ana. ¡Su corazón era tan diferente del de los demás! Dios había estado muchas veces a solas con esa mujer, consolán­dola y poniendo su mano sobre ella. Dios había llenado casi todos los vacíos que la vida dejó en su corazón, aunque pasaban los años y Dios pa­recía ausente cada vez que le pedía un hijo.

Ana siguió adorando a Dios, y a su tiempo, Dios respondió. ¡Abrió su matriz! Dios siempre llega a tiempo. Y el hijo de Ana fue un verdade­ro ejemplo de consagración, obediencia y servi­cio al Eterno, delante de todos . . . y Ana volvió a derramar su alma delante de Dios.¡El mismo Dios que vivía tan dentro de su corazón estaba tan lejano para los sacerdotes!

Esa es la razón por la que la lección más importante de la adoración, Dios la puso en el corazón y los labios de esta mujer... “Dios levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al meneste­roso, para hacerle sentar con príncipes y heredar un sitio de honor.” (1 Samuel 2:8).

Ana no sólo disfrutaba de Dios, sino que había aprendido a estar sentada en Su misma presencia. Su conocimiento de Dios era real, no una teoría. Ana había sentido en su mismo ser que Dios le había dado un lugar de honor de­lante de Él.

¿Cómo llegó Ana a conocer esto? No pudo ir a ningún lugar donde se explicase la ley. Ana era una mujer, nadie habría "perdido" el tiempo con ella hablándole de estas cosas. Ella conocía al Creador porque cada día estaba en Su presen­cia escuchando a su Señor, adorándole y abrien­do su corazón a Él.


Jaime Fernández Garrido

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Me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos - Jud 1:3 (RVR).

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